-“¿Papi, jugamos al pilla-pilla?”
Para mi fué una sorpresa muy agradable. Y además como me lo preguntó con esa sonrisa suya indescriptible, imposible negárselo. Y ahí estaba yo, anoche, un poquito antes de la cena, con la baba caída, persiguiendo a Pablo Jesús, mi tocayo, el menor de mis tres hijos. Me lo puso difícil, el crio corre como el viento. Correteamos por todas las habitaciones de la casa, de la suya al pasillo, luego a la cocina, al patio, se pasaba al otro piso, archivo, pasillo, despacho, habitaciones, directo a su habitación y vuelta a empezar. Pícaro de él, cerraba las puertas a su paso, o me ponía obstáculos. Su risa era abierta, ruidosa, franca, espontánea, sincera. Detrás de él iba yo, desempeñando el papel del ogro haciendo ¡Grr…! y cosas asi.
Cuando dimos cinco o seis vueltas, mi hijo, ya cansado, aunque sin cesar de reir, me dice:
-"Papi, para. Ahora jugamos al escondite, ¿vale?"
Pues vale, estupendo. Lo agradecí, ya lo creo. El sitio preferido para esconderse es su pequeña casita de Imaginarium, que tenemos instalada en el patio (alli tiene sus juguetes y a mis queridos legionarios romanos de playmobil, mezclados con los piratas -sus preferidos- y con los soldados del séptimo de caballería). Yo finjo que nunca me doy cuenta de que esta alli, alargo voluntariamente la búsqueda, y hago el tonto hasta que su risa lo delata.
-"¡Papi, que estoy aquí…!"
Sale de la casita con la mirada iluminada. Percibo en el la alegria de la niñez, el gozo puro y sencillo de un niño que juega con su padre; que aún no conoce el mundo; que es dueño del tesoro de la inocencia. Me miró. Algo debió de notar en mi mirada porque, de pronto, y sin venir a cuento, viene corriendo hacia mi y me da un abrazo. Me conmovió especialmente ese abrazo, porque a los breves instantes, una solitaria lágrima resbaló por mis mejillas. Yo no tuve esa suerte, pero me siento feliz de que mi hijo esté gozando de una infancia feliz. Y ahora, que por fin está descubriendo la figura paterna, lo noto mucho más cercano a mí.
Os puedo jurar que disfruté enormemente. Fue un rato delicioso que no olvidaré: quieran los dioses que se repita muy a menudo.
Saludos.
Cuando dimos cinco o seis vueltas, mi hijo, ya cansado, aunque sin cesar de reir, me dice:
-"Papi, para. Ahora jugamos al escondite, ¿vale?"
Pues vale, estupendo. Lo agradecí, ya lo creo. El sitio preferido para esconderse es su pequeña casita de Imaginarium, que tenemos instalada en el patio (alli tiene sus juguetes y a mis queridos legionarios romanos de playmobil, mezclados con los piratas -sus preferidos- y con los soldados del séptimo de caballería). Yo finjo que nunca me doy cuenta de que esta alli, alargo voluntariamente la búsqueda, y hago el tonto hasta que su risa lo delata.
-"¡Papi, que estoy aquí…!"
Sale de la casita con la mirada iluminada. Percibo en el la alegria de la niñez, el gozo puro y sencillo de un niño que juega con su padre; que aún no conoce el mundo; que es dueño del tesoro de la inocencia. Me miró. Algo debió de notar en mi mirada porque, de pronto, y sin venir a cuento, viene corriendo hacia mi y me da un abrazo. Me conmovió especialmente ese abrazo, porque a los breves instantes, una solitaria lágrima resbaló por mis mejillas. Yo no tuve esa suerte, pero me siento feliz de que mi hijo esté gozando de una infancia feliz. Y ahora, que por fin está descubriendo la figura paterna, lo noto mucho más cercano a mí.
Os puedo jurar que disfruté enormemente. Fue un rato delicioso que no olvidaré: quieran los dioses que se repita muy a menudo.
Saludos.