“El hombre sabio no se mide por el resultado de la fortuna, sino por la constancia de su ánimo.” (Séneca, Cartas a Lucilio, 76, 18)
En todas las profesiones, por muchos años que
uno lleve en ellas, la preocupación por el resultado nunca desaparece. Es un
signo de respeto al oficio y de responsabilidad hacia quienes confían en
nuestro trabajo. Estoy convencido de que esa inquietud no es debilidad, sino
prueba de que uno se toma en serio lo que hace. Y en mi caso, como abogado, esa
tensión diaria adquiere un matiz muy particular...
Llevo más de treinta años en la abogacía,
y gracias a la vida no me puedo quejar, he vivido muy dignamente de mi
profesión, la cual me ha dado y me sigue dando muchas alegrías, junto con algún
que otro disgusto, justo es reconocerlo. Por eso, se supone que a estas
alturas debería estar ya uno curtido, como el cuero, inmune ya al temor de
perder un juicio, a la presión del resultado, o a la inquietud del qué dirán.
Sin embargo, no es así. Sigo sintiendo esa punzada en el alma cada vez que se
acerca un caso difícil, y esto es algo común en muchos compañeros de mi
edad.
He leído y releído a Séneca y a Marco
Aurelio; me he adentrado profundamente en el budismo tibetano, con la serenidad
de sus monjes y sus meditaciones. Y conozco la teoría: que la virtud
está en el dominio interior, que el sufrimiento nace del apego, que nada
externo debería turbar mi espíritu. Pero la práctica… ¡ah, la práctica! Eso es
otra cosa.
Séneca me recuerda que el conocimiento no
aplicado es como un remedio olvidado en el botiquín: no cura. Hay que
ejercitarse cada día en la calma, como quien entrena un músculo, primero con lo
pequeño, para estar preparado en lo grande.
Marco Aurelio me susurra
que no son las cosas externas las que me hieren, sino el juicio que yo hago
sobre ellas
("Si te aflige alguna cosa externa, no es ella la que te perturba, sino tu
juicio sobre ella. Y está en tu poder borrar ese juicio ahora."
Meditaciones, VI, 30). Y lo repito como un mantra: “Esto no me define. Mi valor no depende
del resultado.”
El budismo tibetano enseña que el
sufrimiento nace del apego: apego al éxito, a la imagen, apego al imposible
control de todas las circunstancias, al resultado. Y el consejo es claro: haz
tu trabajo con rectitud y entrega, pero suelta el resultado, como quien deja
caer una hoja al río. Haz tu trabajo lo mejor que puedas, y despreocúpate del
resto que no depende de ti: quien decide es el Juez.
Como, a día de hoy, el balance general es
muy favorable, tengo claro que, si volviera a ser joven, volvería a ser
Abogado. Eso si: me llevaría conmigo desde el inicio la enseñanza de Seneca, de
Marco Aurelio y de mis monjes budistas; quizás me hubiera ahorrado más de un
disgusto de los que he tenido, aunque comprendo que sin dichos tropiezos no
tendría mi grado de experiencia actual.
Y aquí estoy, entre mi toga y mi alma,
comprendiendo que la verdadera batalla no está en los tribunales, sino en mi
interior. Con el tiempo he aprendido que cada día es un regalo para todos: un
magnífico entrenamiento, una oportunidad de mirar de frente, cara a cara, a la
preocupación y al miedo, y recordarle que no es dueño de nuestra vida.
Quizás nunca consigamos la perfección.
Pero ¿acaso no es la vida precisamente eso? Caminar, caer, levantarse,
aprender. Y volver a intentarlo. Al final, he descubierto que mi profesión
(como todas), con todas sus exigencias y sus luchas, no está reñida con la
búsqueda de la serenidad, sino que la hace más necesaria. Si la toga me exige
firmeza, el alma me exige compasión. Si los juicios me ponen a prueba, también
me ponen frente a mí mismo. Y en ese espejo se revela la enseñanza: el
verdadero triunfo no es ganar un pleito, sino no perderme a mí mismo en el
proceso.
Saludos.
(Esta entrada la publique el pasado 22.09.2025, problemas tecnicos me obligan a reeditarla de nuevo. Reitero saludos.)
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