En este Discurso, que eso precisamente significa "apología", Sócrates nos cuenta cómo comenzó su desgracia, ganandose la enemistad de tantos grupos de la sociedad ateniense. Comenzó cuando Querofonte, amigo suyo, preguntó al Oráculo de Delfos si había alguien más sabio que Sócrates, a lo que la pitonisa respondió que no. Sócrates, sorprendido, buscó la razón en la que se basaba el dios para decir tal cosa, ya que él no se consideraba más sabio que ningún otro hombre. Sin embargo según iba conociendo e interrogando a políticos, oradores, poetas y artesanos que se decían sabios deducía que no sabían tanto como ellos creian, y se lo hacía ver, con lo que empezó a enemistarse con todos ellos. Así llego a la conclusión de que él no sabía nada ni creía saber algo, y al no creer que sabía lo que no sabía, es un poco mas sabio.
Esto fue lo que le dio a entender el Oráculo, “La sabiduría humana es escasa o, más bien, nula”, es decir, “el más sabio de los hombres es el que reconoce, como hace Sócrates, que su sabiduría no tiene valor alguno”.
Ante el Tribunal, Sócrates se defiendió valientemente de todas las acusaciones, pero al final lo condenaron. La ignorancia condena a la sabiduría, escena que no ha hecho sino repetirse a lo largo de la historia. Sócrates no le tiene miedo a la muerte, y prefiere morir a resignarse a escapar y vivir sin poder continuar mostrando a la gente cómo la mejor manera de aprender es reconocer la ignorancia, la ausencia de saber, la insignificancia del saber humano.
De la lectura pausada de la obra de Sócrates se desprende que para poder aprender hay que reconocer no saber “yo solo sé que no sé nada”. Si uno va por delante creyendo que es más inteligente que los demás, creyéndose que ya lo sabe todo y no se abre al saber que le puede proporcionar el prójimo tiene un gravísimo problema: esta cerrado en su propia ignorancia. En el fondo, como defendía Sócrates, los realmente sabios son aquellos que reconocen no saber lo que no saben, quienes no van por ahí diciendo ser sabios, que no se enojan cuando otro puede demostrar la escasez de su sabiduría. La sabiduría se encuentra en reconocer la ignorancia de uno mismo y estar dispuesto a aprender de otro. Además, esos presuntos “sabios” tienen otro problema colateral: la gente se rie de ellos. Recuerdo aquel famoso estudiante, caso real, que vino del Colegio presumiendo de que ya se sabia "todas " las matemáticas. Todos se asombraban. Hasta que una vez, uno le preguntó: "Bueno, si es cierto eso sabrás lo que es una integral". El "sabio" respondió: "No, eso no son matematicas" (!)
Cada vez que aprendemos algo nuevo, más cuenta nos damos de que no sabemos nada, que el saber es infinito. Tambien en materia religiosa criticaba a los sacerdotes o creyentes que decian saberlo todo sobre los dioses. Sócrates partia de la base de que los dioses, de existir, serian infinitos e inmortales, siendo impotente la mente humana, finita, para abarcar tanto conocimiento infinito; y criticaba a los que decian “saberlo todo” sobre los dioses, arrastrando a las masas ignorantes, cuando lo cierto es que no sabian nada en absoluto. El mismo lo dijo: “Si fuésemos razonables, Hermógenes, confesariamos que nada sabemos acerca de los dioses, ni de sus personas, ni de sus nombres" .
En cuanto a su gloriosa muerte, leamos a Platón, que nos lo cuenta en su obra "Fedon". Sócrates ha de beberse el veneno, a fin de morir. He quí un breve extracto:
—Pero, Sócrates —le dijo Critón—, el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. Ea, pues, no te apresures, que todavía hay tiempo.
—Es natural que obren así, Critón —repuso Sócrates—, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de incurrir en ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme —terminó— y haz como te digo.
Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste y, después de un largo rato, regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:
—Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?
—Nada más que beberlo y pasearte —le respondió— hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.
Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.
Tomola éste con gran tranquilidad, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de frente, según tenía por costumbre, y le dijo:
—¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?
—Tan sólo trituramos, Sócrates —le respondió—, la cantidad que juzgamos precisa para beber.
—Me doy cuenta —contestó—. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!
Y después de decir estas palabras, lo bebió, conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.
Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue bastante capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aun antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se había levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera.
Pero entonces nos dijo:
—¿Qué hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto en especial, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.
Y, al oírle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. Él, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas y, yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y siguiole tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría.
Tenía ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro —pues se lo había cubierto—, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:
—Oh, Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda y no la paséis por alto.
—Descuida, que así se hará —le respondió Critón—. Mira si tienes que decir algo más.
A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
Así fue el fin de nuestro amigo, de un varón que, como podríamos afirmar, fue el mejor, a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos."