"Cree a aquellos que buscan la verdad, duda de los que la han encontrado" (André Gide)
"No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defendería con mi vida tu derecho a expresarlo" (Voltaire)

"La religión es algo verdadero para los pobres, falso para los sabios y útil para los dirigentes" (Lucio Anneo Séneca)
"Cualquier hombre puede caer en un error, pero solo los necios perseveran en él" (Marco Tulio Cicerón)
"Quien no haya sufrido como yo, que no me de consejos" (Sófocles)
"No juzguéis y no sereis juzgados" (Jesús de Nazaret)
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26/10/2025

Aún estamos a tiempo, antes de que todo calle

 

Con esta entrada cierro una pequeña trilogía nacida del dolor, la búsqueda y la reflexión. Si “Tristeza” fue el desahogo, y “Cuando ser bueno parece una locura…” la esperanza, esta última es una mirada al alma,  porque aún estamos aquí, aún respiramos; es una invitación a pensar en lo que de verdad importa, cuando aún estamos a tiempo, antes de que todo calle.

Piensa en esto un momento. Llegará un dia, antes o después, en que la vida nos detenga. Ya no habrá metas que correr, ni relojes que apremien, ni multitudes que aplaudan. Solo quedarás tú, contigo mismo, y el eco de lo que fuiste. Entonces surgirá, inevitable, una pregunta: ¿Ha merecido la pena vivir como hemos vivido?

En ese instante, las máscaras caen. El que fue soberbio ya no podrá esconderse tras su orgullo; el avaricioso no podrá abrazar su oro; el lujurioso y el glotón descubrirán que el deseo y el placer no llenó su alma; el iracundo se quedará solo con su fuego apagado; el envidioso se consumirá al ver que nada de lo ajeno era suyo; y quizás el perezoso comprenderá, demasiado tarde, todo lo que pudo haber sido y no fue. Todos, absolutamente todos, quedaremos desnudos ante la verdad de lo que fuimos.

Y tal vez entonces comprendamos que lo importante no fue cuánto tuvimos, sino cómo amamos.  Que la medida de una vida no se toma en posesiones, sino en paz interior.  Porque el que vivió mintiendo a los demás también se mintió a sí mismo; y el que vivió con bondad -aunque sufriera, aunque perdiera- se lleva consigo una serenidad que nadie puede arrebatarle.

No sé si hay un cielo o un infierno, pero sí sé que existe un lugar donde nadie puede mentir: la conciencia propia. Allí no valen excusas, ni títulos, ni apariencias. Allí solo hablan los actos, los gestos, las miradas, las veces que elegimos el bien, aunque doliera.  Y quizá el juicio final no sea más que eso: el momento en que nos miramos por última vez al alma y entendemos quién fuimos de verdad. No hay jueces ni castigos: solo la claridad, absoluta y sencilla, de vernos tal cual somos:

El soberbio verá lo que perdió por no escuchar.  El avaricioso, lo que dejó de dar y jamás disfrutó. El lujurioso y el glotón,  el vacío tras el deseo y la saciedad que nunca llegó. El iracundo, el daño que pudo evitar. El envidioso, la tristeza de no haber amado su propia vida. Y el perezoso, el peso de los sueños que no se atrevió a cumplir.

Pero también…

El humilde sentirá paz por haber sabido aprender. El generoso, gratitud por lo compartido. El casto o fiel, serenidad por haber amado con verdad. El paciente, la dicha de no haber herido. El templado, equilibrio en el alma. El agradecido, alegría sin medida. Y el diligente, satisfacción por haber vivido con propósito.

Y entre todos ellos, tal vez comprendamos al fin una antigua verdad, que Marco Aurelio y Séneca ya sabían: que a los astutos y poderosos se les teme y se les respeta, pero no se les quiere.  Porque el poder, la astucia o la apariencia solo imponen respeto momentáneo; pero la bondad, la honestidad y la paz interior despiertan amor verdadero, y ese amor —no el miedo— es lo único que permanece cuando todo lo demás se apaga.

Y entonces, al final de la vida, cuando ya todo haya pasado,  quizás nos hagamos la pregunta que de verdad importa: ¿Te lo has pasado bien de verdad? ¿De veras fue tan grande tu triunfo, tan sólida tu fortuna, tan útil tu poder o el respeto que inspiraste en los demás…  si a cambio viviste sin ser amado?

Tal vez -solo tal vez- habríamos sido más felices con menos cosas y más afecto, menos victorias y más abrazos, menos apariencias y más paz. Porque todo lo que acumulamos  se quedará aquí, pero el amor que dimos y recibimos, ese, nos acompañará hasta el final.

Porque, cuando todo calla, nadie se lleva nada salvo su conciencia. Y estoy convencido de que quien llega a ese momento con el alma limpia no muere del todo: se queda en la memoria de los que amó, en la serenidad que transmitió, en la luz que dejó encendida en los demás.

Tal vez ese sea el verdadero sentido de vivir: no ganar, sino comprender; no poseer, sino compartir; no imponerse, sino amar.

Y vaya por  delante que no pretendo dar lecciones a nadie con estas palabras. Ni muchísimo menos.  Mi única intención es compartir con vosotros una reflexión que también me alcanza a mí, porque todos caminamos hacia el mismo silencio.  Trato con esto de que todo el que lea estas líneas haga una breve reflexión, empezando por el que os escribe. El final llegará, pero afortunadamente aun no. Tenemos tiempo.  Por eso, quizá —solo quizá— lo más valioso de pensar en ese hipotético final no sea temerlo, sino aprender de él, de ese posible final antes de llegar allí, antes de que sea demasiado tarde.

Aún estamos vivos, aún respiramos, aún podemos cambiar el rumbo, enmendar nuestros errores, reajustar nuestros objetivos. La vida, siempre generosa con nosotros, nos da, dia tras dia, una nueva oportunidad. Aun estamos a tiempo. Aun podemos valorar lo que tenemos, cuidar a quienes nos aman, y empezar a vivir con más verdad y menos apariencia, con más gratitud y menos orgullo.

Recordar que todo acaba no es tristeza, es una llamada a vivir con plenitud ahora, a no esperar al último suspiro para descubrir qué era lo importante. Porque cada día es una nueva oportunidad para elegir el bien, para sembrar paz, para ser —por fin— la mejor versión de nosotros mismos.

Tal vez ese sea el verdadero sentido de vivir: no ganar, sino comprender; no poseer, sino compartir; no imponerse, sino amar. Y cuando llegue ese último amanecer —porque llegará— que podamos decir sin miedo:


“Sí, ha merecido la pena.
Fui bueno, a mi manera.
No perfecto, pero sincero
He llorado, he reido,
Me he caido,  me he levantado.
Amé, perdoné, y no guardé rencor.
Y eso, al final, fue suficiente.”

  Saludos

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