Piensa en esto un momento. Llegará un dia, antes o
después, en que la vida nos detenga. Ya no habrá metas que correr, ni relojes
que apremien, ni multitudes que aplaudan. Solo quedarás tú, contigo mismo,
y el eco de lo que fuiste. Entonces surgirá, inevitable, una pregunta: ¿Ha
merecido la pena vivir como hemos vivido?
En ese instante, las máscaras caen. El que fue soberbio ya no podrá esconderse tras su orgullo; el avaricioso no podrá abrazar su oro; el lujurioso y el glotón descubrirán que el deseo y el placer no llenó su alma; el iracundo se quedará solo con su fuego apagado; el envidioso se consumirá al ver que nada de lo ajeno era suyo; y quizás el perezoso comprenderá, demasiado tarde, todo lo que pudo haber sido y no fue. Todos, absolutamente todos, quedaremos desnudos ante la verdad de lo que fuimos.
Y tal vez entonces comprendamos que lo importante
no fue cuánto tuvimos, sino cómo amamos. Que la medida de una vida no se toma en posesiones, sino en paz
interior. Porque el que vivió mintiendo
a los demás también se mintió a sí mismo; y el que vivió con bondad -aunque sufriera, aunque perdiera- se lleva consigo
una serenidad que nadie puede arrebatarle.
No sé si hay un cielo o un infierno, pero sí sé que existe un lugar donde nadie puede mentir: la conciencia propia. Allí no valen excusas, ni títulos, ni apariencias. Allí solo hablan los actos, los gestos, las miradas, las veces que elegimos el bien, aunque doliera. Y quizá el juicio final no sea más que eso: el momento en que nos miramos por última vez al alma y entendemos quién fuimos de verdad. No hay jueces ni castigos: solo la claridad, absoluta y sencilla, de vernos tal cual somos:
El soberbio verá lo que perdió por no escuchar. El avaricioso, lo que dejó de dar y jamás disfrutó. El lujurioso y el glotón, el vacío tras el deseo y la saciedad que nunca llegó. El iracundo, el daño que pudo evitar. El envidioso, la tristeza de no haber amado su propia vida. Y el perezoso, el peso de los sueños que no se atrevió a cumplir.
Pero también…
El humilde sentirá paz por haber sabido aprender. El generoso, gratitud por lo compartido. El casto o fiel, serenidad por haber amado con verdad. El paciente, la dicha de no haber herido. El templado, equilibrio en el alma. El agradecido, alegría sin medida. Y el diligente, satisfacción por haber vivido con propósito.
Y entre todos ellos, tal vez comprendamos al fin una
antigua verdad, que Marco Aurelio y Séneca ya sabían: que a los astutos y
poderosos se les teme y se les respeta, pero no se les quiere. Porque el poder, la astucia o la apariencia
solo imponen respeto momentáneo; pero la bondad, la honestidad y la paz
interior despiertan amor verdadero, y ese amor —no el miedo— es lo único
que permanece cuando todo lo demás se apaga.
Y entonces, al final de la vida, cuando ya todo haya
pasado, quizás nos hagamos la pregunta
que de verdad importa: ¿Te lo has pasado bien de verdad? ¿De veras fue tan
grande tu triunfo, tan sólida tu fortuna, tan útil tu poder o el respeto que
inspiraste en los demás… si a cambio
viviste sin ser amado?
Tal vez -solo tal vez- habríamos sido más felices con
menos cosas y más afecto, menos victorias y más abrazos, menos apariencias y
más paz. Porque todo lo que acumulamos se quedará aquí, pero el amor que dimos y
recibimos, ese, nos acompañará hasta el final.
Porque, cuando todo calla, nadie se lleva nada
salvo su conciencia. Y estoy convencido de que quien llega a ese momento
con el alma limpia no muere del todo: se queda en la memoria de los que amó, en
la serenidad que transmitió, en la luz que dejó encendida en los demás.
Tal vez ese sea el verdadero sentido de vivir: no
ganar, sino comprender; no poseer, sino compartir; no imponerse, sino amar.
Y vaya por
delante que no pretendo dar lecciones a nadie con estas palabras. Ni muchísimo
menos. Mi única intención es compartir con
vosotros una reflexión que también me alcanza a mí, porque todos caminamos
hacia el mismo silencio. Trato con esto de que todo el que lea
estas líneas haga una breve reflexión, empezando por el que os escribe. El
final llegará, pero afortunadamente aun no. Tenemos tiempo. Por eso, quizá —solo quizá— lo más valioso de
pensar en ese hipotético final no sea temerlo, sino aprender de él, de ese
posible final antes de llegar allí, antes de que sea demasiado tarde.
Aún estamos vivos, aún respiramos, aún podemos cambiar
el rumbo, enmendar nuestros errores, reajustar nuestros objetivos. La vida,
siempre generosa con nosotros, nos da, dia tras dia, una nueva oportunidad. Aun
estamos a tiempo. Aun podemos valorar lo que tenemos, cuidar a quienes nos
aman, y empezar a vivir con más verdad y menos apariencia, con más gratitud y
menos orgullo.
Recordar que todo acaba no es tristeza, es una llamada
a vivir con plenitud ahora, a no esperar al último suspiro para descubrir qué
era lo importante. Porque cada día es una nueva oportunidad para elegir el
bien, para sembrar paz, para ser —por fin— la mejor versión de nosotros mismos.
Tal vez ese sea el verdadero sentido de vivir: no
ganar, sino comprender; no poseer, sino compartir; no imponerse, sino amar. Y
cuando llegue ese último amanecer —porque llegará— que podamos decir sin miedo:

.jpg)
1 comentario:
Qué reflexión tan bonita A veces vivimos tan pendientes del hacer, del correr y del tener, que olvidamos lo esencial: simplemente ser. Al leer el texto me he parado un momento intentando mirar hacia dentro, porque es verdad… llegará un día en que todo se detenga, y lo único que quede será cómo hemos vivido.
Me ha gustado especialmente esa idea de que la verdadera medida de una vida no está en lo que acumulamos, sino en la paz que sentimos al final del día. Cierto es: el amor que damos, la bondad, la honestidad, la gratitud… eso es lo que realmente permanece.
Gracias por recordarnos que todavía estamos a tiempo, que cada día es una nueva oportunidad para hacerlo mejor, para vivir con más verdad y menos apariencia.
Publicar un comentario