Hoy sábado estoy leyendo algunos pasajes de "Grandeza y decadencia de los Romanos", que Montesquieu publicó en el año 1.734. El el capitulo XVI ("De la conducta que siguieron los romanos para someter a todos los pueblos") leo las consideraciones que os voy a transcribir hoy, solo algunas, porque el capitulo es larguisimo, invitandoos así a que leais el libro estas vacaciones.
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""En el transcurso de tantas prosperidades, durante las cuales suele decaer la atención, obró siempre el Senado con el mismo profundo sentido: mientras los ejércitos lo arrollaban todo, no permitía levantarse a los que encontraba caídos. Se erigió en Tribunal para juzgar a todos los pueblos; al fin de cada guerra decidía las recompensas y castigos que cada uno había merecido. Una parte del dominio del pueblo vencido se la daba a los aliados; con esto conseguía dos cosas: unía a Roma a los reyes, de los que no tenia nada que temer y mucho que esperar, y debilitaba a los otros, de los que no esperaba nada y lo temía todo.
Empleaba a los aliados para hacer la guerra a un enemigo; pero inmediatamente destruía a esos aliados. Filipo fue vencido por los etolios, los cuales fueron aniquilados después, por haberse unido a Antíoco. Antioco fue vencido con ayuda de los rodios; pero poco después de recompensar a éstos espléndidamente, Roma los humilló para siempre, so pretexto de que habían pedido la paz con Perseo.
Cuando tenian muchos enemigos a un tiempo, concedían tregua al más débil, que se consideraba dichoso de obtenerla, estimando en mucho el haber diferido su ruina.
Cuando los romanos estaban en una guerra de importancia, el Senado pasaba por toda clase de injurias, y aguardaba en silencio a que llegase el momento del castigo; y si algún pueblo le entregaba a los culpables, rehusaba castigarlos, prefiriendo considerar como criminal a toda la nación y reservarse uan venganza útil.
Como ocasionaba a sus enemigos daños inconcebibles, no se formaban ligas contra Roma, porque el que estaba más lejos del peligro no quería aproximarse a él.
Por eso casi nunca se veían los romanos atacados, sino que ellos declaraban siempre la guerra, en el tiempo, modo y con la gente que les convenía; y pocos, entre todos los pueblos a quienes atacaron, no hubiesen sufrido toda clase de afrentas a cambio de verse tranquilos.
Siendo costumbre de los romanos hablar siempre como amos, los embajadores que enviaban a los pueblos aún no sometidos eran de seguro maltratados; esto era un buen pretexto para una nueva guerra.
Siempre que hacian la paz buscaban su interés, y en su deseo de invadirlo todo, sus tratados no eran más que una suspensión de hostilidades, y ponían en ellos condiciones que comenzaban siempre por arruinar al Estado que las aceptaba. Hacían salir las guarniciones de las plazas fuertes, o limitaban el numero de tropas de tierra, o exigían la entrega de los caballos o los elefantes, obligaban a quemar los barcos, o a veces a habitar en el interior del continente.
Después de haber destruido los ejércitos de un príncipe, arruinaban su hacienda con tasas excesivas o tributos, a pretexto de hacerle pagar los gastos de la guerra.
Cuando concedían la paz a algun principe, tomaban como rehenes a alguno de sus hermanos o de sus hijos; esto les proporcionaba el modo de soliviantar aquel reino a su capricho. Cuando el rehen era el heredero directo, intimaban al que ocupaba el trono, si el rehen era un principe de lejano parentesco, se servian de él para avivar las sublevaciones de los pueblos.
Si un principe o un pueblo se habia sustraido a la obediencia de su soberano, le concedian enseguida el titulo de aliado del pueblo romano; con eso lo hacian sagrado e inviolable, de modo que no habia rey, por grande que fuese, que pudiera estar ni un momento seguro de sus subditos, ni aun de su familia.
Aunque el titulo de aliado de los romanos fuese una especie de servidumbre, era, sin embargo, muy solicitado, porque se tenia la seguridad de no ser injuriado más que por ellos; y había motivo para esperar que esos ultrajes fuesen menores; por eso los pueblos y los reyes estaban dispuestos siempre a prestar un servicio, de cualquier clase que fuese o a cometer cualquier indignidad por conseguir esa alianza con Roma.
Para que los grandes príncipes se encontrasen siempre sin fuerza, los romanos no querian que se uniesen con ningun pueblo ya aliado de Roma, y como no rehusaban su alianza a ninguno de los vecinos de un principe poderoso, esta condición, puesta en un tratado de paz, les quitaba todos los auxiliares.
Ademas, después de haber vencido a algun principe importante, advertian en el tratado que no podría hacer la guerra por diferencias con los aliados de Roma -decir, con todos sus vecinos- sino someterlas a un arbitraje de los romanos, lo que le quitaba para en adelante la potencia militar.
Y para reservársela toda, los romanos privaban de ella a sus mismos aliados; en cuanto éstos tenían la menor contienda entre si, Roma enviaba embajadores que les obligaban a hacer las paces. No hay más que ver como terminaron las guerras entre Atalo y Prusias.
Cuando veian que dos pueblos estaban en guerra, aunque no fuese sus aliados ni tuviesen nada que ver con Roma, no por eso dejaban de aparecer en escena y, como nuestros caballeros andantes, se ponían de parte del más débil. Los romanos –dice Dionisio de Halicarnaso- tenian desde antiguo la costumbre de acudir en ayuda de cualquiera que la implorase.
Estas costumbres de los romanos no eran hechos aislados, ocurridos por casualidad; eran principios constantes, como se ve fácilmente, porque las máximas de que se sirvieron contra las grandes potencias fueron precisamente las mismas que habían aplicado en los comienzos de su grandeza contra las pequeñas ciudades que les rodeaban...""
Empleaba a los aliados para hacer la guerra a un enemigo; pero inmediatamente destruía a esos aliados. Filipo fue vencido por los etolios, los cuales fueron aniquilados después, por haberse unido a Antíoco. Antioco fue vencido con ayuda de los rodios; pero poco después de recompensar a éstos espléndidamente, Roma los humilló para siempre, so pretexto de que habían pedido la paz con Perseo.
Cuando tenian muchos enemigos a un tiempo, concedían tregua al más débil, que se consideraba dichoso de obtenerla, estimando en mucho el haber diferido su ruina.
Cuando los romanos estaban en una guerra de importancia, el Senado pasaba por toda clase de injurias, y aguardaba en silencio a que llegase el momento del castigo; y si algún pueblo le entregaba a los culpables, rehusaba castigarlos, prefiriendo considerar como criminal a toda la nación y reservarse uan venganza útil.
Como ocasionaba a sus enemigos daños inconcebibles, no se formaban ligas contra Roma, porque el que estaba más lejos del peligro no quería aproximarse a él.
Por eso casi nunca se veían los romanos atacados, sino que ellos declaraban siempre la guerra, en el tiempo, modo y con la gente que les convenía; y pocos, entre todos los pueblos a quienes atacaron, no hubiesen sufrido toda clase de afrentas a cambio de verse tranquilos.
Siendo costumbre de los romanos hablar siempre como amos, los embajadores que enviaban a los pueblos aún no sometidos eran de seguro maltratados; esto era un buen pretexto para una nueva guerra.
Siempre que hacian la paz buscaban su interés, y en su deseo de invadirlo todo, sus tratados no eran más que una suspensión de hostilidades, y ponían en ellos condiciones que comenzaban siempre por arruinar al Estado que las aceptaba. Hacían salir las guarniciones de las plazas fuertes, o limitaban el numero de tropas de tierra, o exigían la entrega de los caballos o los elefantes, obligaban a quemar los barcos, o a veces a habitar en el interior del continente.
Después de haber destruido los ejércitos de un príncipe, arruinaban su hacienda con tasas excesivas o tributos, a pretexto de hacerle pagar los gastos de la guerra.
Cuando concedían la paz a algun principe, tomaban como rehenes a alguno de sus hermanos o de sus hijos; esto les proporcionaba el modo de soliviantar aquel reino a su capricho. Cuando el rehen era el heredero directo, intimaban al que ocupaba el trono, si el rehen era un principe de lejano parentesco, se servian de él para avivar las sublevaciones de los pueblos.
Si un principe o un pueblo se habia sustraido a la obediencia de su soberano, le concedian enseguida el titulo de aliado del pueblo romano; con eso lo hacian sagrado e inviolable, de modo que no habia rey, por grande que fuese, que pudiera estar ni un momento seguro de sus subditos, ni aun de su familia.
Aunque el titulo de aliado de los romanos fuese una especie de servidumbre, era, sin embargo, muy solicitado, porque se tenia la seguridad de no ser injuriado más que por ellos; y había motivo para esperar que esos ultrajes fuesen menores; por eso los pueblos y los reyes estaban dispuestos siempre a prestar un servicio, de cualquier clase que fuese o a cometer cualquier indignidad por conseguir esa alianza con Roma.
Para que los grandes príncipes se encontrasen siempre sin fuerza, los romanos no querian que se uniesen con ningun pueblo ya aliado de Roma, y como no rehusaban su alianza a ninguno de los vecinos de un principe poderoso, esta condición, puesta en un tratado de paz, les quitaba todos los auxiliares.
Ademas, después de haber vencido a algun principe importante, advertian en el tratado que no podría hacer la guerra por diferencias con los aliados de Roma -decir, con todos sus vecinos- sino someterlas a un arbitraje de los romanos, lo que le quitaba para en adelante la potencia militar.
Y para reservársela toda, los romanos privaban de ella a sus mismos aliados; en cuanto éstos tenían la menor contienda entre si, Roma enviaba embajadores que les obligaban a hacer las paces. No hay más que ver como terminaron las guerras entre Atalo y Prusias.
Cuando veian que dos pueblos estaban en guerra, aunque no fuese sus aliados ni tuviesen nada que ver con Roma, no por eso dejaban de aparecer en escena y, como nuestros caballeros andantes, se ponían de parte del más débil. Los romanos –dice Dionisio de Halicarnaso- tenian desde antiguo la costumbre de acudir en ayuda de cualquiera que la implorase.
Estas costumbres de los romanos no eran hechos aislados, ocurridos por casualidad; eran principios constantes, como se ve fácilmente, porque las máximas de que se sirvieron contra las grandes potencias fueron precisamente las mismas que habían aplicado en los comienzos de su grandeza contra las pequeñas ciudades que les rodeaban...""
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Salu2.