(1ª Parte)
Sucedió anoche. Hora: 1,50 aproximadas. No podía dormir. Me levanté, me tumbé en el sofá de mi salón, prendí un cigarrillo, y volví a encontrarme con aquel niño, que de nuevo estaba triste, como siempre. Lo vi sentado otra vez en aquella piedra, con las manos en la cabeza, solitario. Me acerqué a él y le cogí la cara: una infinita tristeza se derramaba por sus ojos, y como siempre, lloraba sin derramar lágrimas.
Me senté a su lado y comprendí algo importante: el no podía ponerse a mi nivel, pero yo si podía ponerme al suyo. Y entendí mi error: hasta entonces siempre que el lloraba yo me paralizaba, sentía pánico: era superior a mí el miedo a no saber consolarlo, a no saber ayudarlo, a no saber cómo hacerlo comprender. Esa preocupación me paralizaba, yo deseaba siempre de todo corazón ayudarlo, pero no sabía como hacerlo. Pero anoche sentí la chispa de inspiración necesaria como para penetrar en su alma, y con palabras sencillas y adecuadas para su edad, hacerle comprender por primera vez muchas cosas.
El apreció enormemente el hecho de que hablara con él más de lo acostumbrado; anoche tenía ganas de sostener una larga conversación con él. Y así fue. Su mente de niño pequeño siempre esperaba y sigue esperando el abrazo que nunca llegó. Me expuso abiertamente su dolor y sus quejas, dejé que hablara y que me explicara. Y le hice comprender, por fin, que aquella persona no le pudo dar lo que tampoco le dieron; intenté hacerle entender la causa última de todo, y creo que lo conseguí.
Inicialmente una ligera sonrisa asomó por su rostro, pero volvió a mirarme desconfiado; pensaba que yo me iría. Pero no, me quedé allí y seguí hablando con él. Y de pronto, cuando quise darme cuenta, un llanto súblime y fino inundó su rostro: le alce de nuevo la mirada y lloraba, con un llanto en el cual había mucha pena reconcentrada, pero mucha dulzura al mismo tiempo, enormes lagrimas, por fin, corrian abundantemente por sus mejillas.
Y si, pude abrazarlo en el tiempo a pesar de los 30 años que nos separan. Si. Lo abracé y asi me quedé un largo rato con él. Pero cuando quise darme cuenta, yo también tenia mis ojos inundados en lagrimas: también Cornelivs había aprendido a llorar.
Tras ese llanto me miró: era la primera vez que sonreía. Habia comprendido. Se sentía mejor. Y yo también.
Para ti, Myr.
Saludos.